lunes, 12 de julio de 2010

La Biblioteca de Hitler, el hombre que leía y quemaba libros.


BUENOS AIRES, 13 julio 2010 (Perfil).- Acaba de aparecer un estudio acerca de las lecturas preferidas de Adolf Hitler. Su autor, el historiador y periodista Timothy Ryback, consultó lo que queda de sus bibliotecas y siguió el rastro de las frases e ideas que Hitler canibalizó de otros autores e incluyó en sus propios escritos y discursos. Las lecturas de Hitler hablan mucho del propio Hitler.

Editar libros es una ocupación encantadora. Dicho de otro modo, es encantador entender lo que un editor pretende del libro que edita con sólo ver la tapa. No sólo apelando a un cambio de título, sino al modo de ilustrarla, si es que decide ilustrarla. Hitler’s Private Library (La biblioteca privada de Hitler) tiene por subtítulo The books that shaped his life (Los libros que moldearon su vida). En la foto de tapa de la edición en inglés puede verse a Adolf Hitler a los 36 años posando con la espalda cubierta por sus libros. La edición española de Destino lleva en la tapa una de las famosas caricaturas de Arthur Szyk que fueron publicadas en diarios norteamericanos de 1939 y 1945, con las que el dibujante judío polaco satirizaba a Hitler y al nacionalsocialismo. El subtítulo de la edición española se ha ampliado; los libros ya no sólo moldearon la vida, sino también “la ideología de Adolf Hitler”. Y el título ha pasado a ser Los libros del Gran Dictador. Del mismo modo que la mayoría de los poseedores de rottweilers suelen tener complejo de inferioridad y los castigan desde cachorros, por la simple razón de que les tienen miedo, los editores demuestran que aún le temen a Adolf Hitler. O tal vez le teman a lo que los lectores puedan llegar a pensar de ellos.

Publicado por la editorial equivocada, entonces, acaba de aparecer traducido al castellano Los libros del Gran Dictador. Las lecturas que moldearon la vida y la ideología de Adolf Hitler. Su autor, Timothy Ryback, es historiador y ejerció como profesor de historia y literatura en la Universidad de Harvard. También es periodista y cofundador del Institute for Historical Justice and Reconciliation, una institución sin fines de lucro que patrocina y organiza talleres y conferencias con la pretensión de solucionar ciertos conflictos históricos (actualmente, el IHJR está concluyendo un trabajo acerca del proceso de los mitos y su dinámica en la construcción de las naciones aplicado a los Estados de la ex Yugoslavia). Ryback tuvo una idea genial: obtener los permisos necesarios y consultar los mil doscientos libros que alberga la Biblioteca del Congreso, en Washington, que una vez descansaron en los estantes de tres elegantes bibliotecas que Hitler tenía en sus residencias de Munich, Berlín y Obersalzberg, cerca de Barchtesgaden. En la actualidad, esos libros están apretujados en unos anaqueles de aluminio en una sala sobria y mal iluminada que aloja la sección libros raros de la Biblioteca del Congreso. También acudió a la Universidad de Brown, en Providence (Rhode Island), donde encontró otros ochenta libros que pertenecieron a Hitler. En la primavera de 1945 Albert Aronson, uno de los primeros norteamericanos que entró en Berlín después de la derrota alemana, se llevó estos libros del búnker del Führer, y a fines de la década del 70 su sobrino los donó a la Universidad. Se trasladó también a varias ciudades alemanas donde se guardan algunos (pocos) volúmenes pertenecientes a Hitler.Los libros hablan. Los libros del Gran Dictador comienza con una imagen impactante: Hitler, a los 26 años, sirviendo en el frente en el norte de Francia, durante la Primera Guerra Mundial, entrando a un pueblo, una tarde de licencia, para comprar un libro. El libro en cuestión resulta ser una historia de la arquitectura de la ciudad de Berlín, de Max Osborn. Treinta años más tarde Albert Speer, el arquitecto megalómano de Hitler, estudiaba los modelos a escala de la Berlín del futuro, hecha a la medida (o la vez superando la medida) de Osborn. Ryback encontró ese libro de entre los de la Biblioteca del Congreso y lo consultó por primera vez en 2001. Al abrirlo descubrió entre sus páginas “un hirsuto pelo negro de unos veinticinco milímetros que parecía de un bigote”. El hallazgo, que parece pueril, no lo es.

En abril de 1986 la revista Punto de Vista publicó un artículo de W Benjamin: Desembalo mi biblioteca. Discurso sobre la bibliomanía. Según Benjamin, los libros que atesora una persona permite deducir mucho acerca de ella. No sólo los libros que ha leído, sino, justamente, también los que no ha tocado, dado que los que una persona decidió no leer dicen mucho acerca de quién es. Benjamin, filósofo alemán y judío –“nacido en una época en que era posible ser alemán y judío”, acota Ryback–, amaba la palabra escrita, pero sentía devoción por la palabra impresa y encuadernada. Sostenía que un bibliómano es capaz de leer en un libro como un fisonomista es capaz de descifrar la esencia del carácter de una persona a partir de sus rasgos. “Años y lugares de edición, formatos, anteriores propietarios, tipos de encuadernación, todos estos elementos le deben hablar no sólo por la árida desnudez del dato, sino también por la forma en que armonizan entre sí.”, dice Benjamin en ese ensayo. Resumiendo: a un coleccionista se lo puede juzgar tranquilamente por su colección. Benjamin citaba una frase de Hegel: “El búho de Minerva extiende sus alas sólo al ocaso.” Según él, lo mismo puede afirmarse de las bibliotecas personales: la biblioteca sólo puede hablar por sí misma una vez que el coleccionista ha muerto, “sin la presencia pedante y molesta del coleccionista”. Algo debe de seguir vivo del propietario en ellos. A lo mejor, dejó su impronta garabateando su nombre y la fecha en que fue adquirido en la primera página, o estampando un ex libris que mandó a hacer con ese fin, eligiendo entre los miles de motivos que estaban a su disposición; a lo mejor una vez, bebiendo café, una gota cayó sobre una de sus páginas; y otra vez, tal vez, en ausencia de un señalador, golpearon a la puerta y antes de correr a abrir el coleccionista hizo un doblez en una esquina. Los libros hablan.

La estrella polar. 

Su biblioteca representaba para Hitler una fuente de saber e inspiración. Que en ella haya ahogado sus ambiciones fanáticas y sus complejos intelectuales no es culpa de ellos. O al menos no de todos ellos. Hitler consideraba a Don Quijote de la Mancha uno de los grandes libros de todos los tiempos. Igual suerte le tocó al Robinson Crusoe, a La cabaña del tío Tom y a Los viajes de Gulliver. Veía en Robinson Crusoe “la evolución de la historia de la humanidad” y a su juicio Don Quijote reflejaba con ingenio el final de una época. Poseía las Obras completas de Shakespeare en una edición alemana publicada en 1925. Hitler consideraba a Shakespeare superior a Goethe y a Schiller, ya que el inglés (el que habla ahora es Ryback) “se había alimentado de las fuerzas proteicas del incipiente imperio británico, mientras que los dos dramaturgos teutónicos habían malbaratado su talento en historias que trataban de crisis personales y rivalidades entre hermanos”. Además Shakespeare había demostrado su superioridad ofreciendo al mundo El mercader de Venecia, donde Shylock representaba el paradigma de todos los defectos del judío. Hitler se sabía Hamlet de memoria, y mientras muchos buscaban consuelo en la Biblia, él lo buscaba en las novelas de aventuras de Karl May.

Ryback cataloga también aquellas lecturas que reforzaron las opiniones racistas que ya habían germinado en él y estaban fuera de toda duda. Tenía una traducción alemana del tratado antisemita de Henry Ford, El judío internacional, y los Ensayos alemanes de Paul Lagarde, libro éste prudentemente anotado, en el que Lagarde reclama trasplantar a los judíos alemanes y austríacos, a los que tilda de “pestilencia”, a Palestina. “Estas aguas pestilentes deben ser erradicadas de nuestros ríos y lagos”, escribe Lagarde, y al margen Hitler escribe con lápiz: “El sistema político en que esto existe debe ser eliminado.”

Contra la idea de que fueron los libros quienes forjaron la ideología de Hitler, hace su aparición Dietrich Eckart, político e ideólogo alemán, célebre por su participación en los inicios del Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores (Nsdap). Fue él “quien moldeó la blanda arcilla del mundo emocional e intelectual de Hitler”. Un periódico de Munich llegó a decir que Eckart sentía un odio tan grande por los judíos que podía “devorar media docena de judíos con su chucrut”. Fue este personaje quien en realidad encauzó, formó y enardeció el antisemitismo de Hitler. Eckart se convirtió en el mentor en el mundo de la política y protector del joven Hitler. Como hombre de buenas relaciones en los círculos burgueses de Baviera y Berlín, introdujo poco a poco a Hitler en esos ambientes, donde empresarios y burgueses adinerados se prestaron a ayudar económicamente al partido durante los primeros años. También se le atribuye el haber sido él quien ayudara a pulir las formas y maneras de comportamiento en sociedad de Hitler. Según se cuenta, en su lecho de muerte Eckart dijo lo siguiente: “¡Seguid a Hitler! El bailará, pero soy yo quien ha compuesto la música.” Hitler mismo calificó a Eckart de “estrella polar” del movimiento nazi.


La magnífica biblioteca. Hitler no dejó ningún ensayo del tenor del de W Benjamin respecto a su propia biblioteca. No me refiero a la lucidez implacable, inimitable, de Benjamin, sino, menos pretensiosamente, a un relato, aunque más no fuera, de la forma en que adquirió algunos volúmenes, o de la importancia emocional que algunos libros tenían para él. Nada de eso. Pero el libro de Ryback da cuenta de la cantidad de historias que estos libros siguen contando para nosotros.

En 1935 la biblioteca de Hitler había adquirido tal magnitud que ese año, Janet Flanner escribió un artículo para el New Yorker estimando que poseía alrededor de seis mil volúmenes. Años después, un corresponsal en Berlín de la United Press International calculaba que la colección ascendía a 16.300. En una foto se lo ve leyendo en su escritorio del cuartel general del partido nazi. No sabemos qué está leyendo, pero poco importa. Sí sabemos hoy que la lectura de lo bueno y lo mejor no hace a la gente mejor y más buena.

Cuando Ryback abrió por primera vez el Berlín de Osborn que había pertenecido a Hitler y encontró entre sus páginas aquel pelo negro, en realidad estaba realizando un hallazgo que riza el rizo de la intuición de W Benjamin: el coleccionista, indudablemente, pero en este caso también literalmente, termina guardado en sus propios libros.