martes, 9 de marzo de 2010

El linaje de las mujeres peludas

MADRID, 8 marzo 2010 (MILENIO).- Al situarse en una orilla de difícil asimilación, lo femenino piloso pone en entredicho las categorías culturales con que se construye la identidad personal y la división de los géneros.

Pilar Pedraza. Venus barbuda y el eslabón perdido, Siruela, Madrid, 2009, 136 pp.

El pelo tiene una fuerte carga simbólica, que a menudo confina con la estridencia. En las mujeres, sobre las que pesa en mayor medida el canon de la belleza lampiña, ya el simple pelo suelto puede ser motivo de murmuración y censura; basta pensar en las cofias, los velos y las burkas con que se ha querido acallar su poder de seducción desde tiempos inmemoriales. Soltarse el pelo se equipara todavía al gesto de deschongarse, como si por el solo hecho de desatarlo se liberara en la mujer todo su potencial animal. Pero no sólo el cabello, también las barbas y la pilosidad en general son causa de repeluzno en la que bien podríamos llamar la Civilización de la Gillette. Una axila femenina que no ha pasado por la navaja causa impresión en muchos países y en el Japón se considera obscena, un atrevimiento con el que la misma industria de la pornografía no ha sabido lidiar muy bien.

El libro de Pilar Pedraza gira alrededor de la fascinación y el rechazo que despiertan los pelos fuera de lugar. Siguiendo principalmente el hilo de las mujeres barbudas, elabora un relato bien documentado y sugerente, con profusión de imágenes y referencias tanto pictóricas como cinematográficas, sobre la forma en que se ha obligado a las pilosas a vivir en un extraño margen de anomalía y ambigüedad —mitad bestia y mitad humano, mitad mujer y mitad hombre—, casi siempre condenadas a un trato de “curiosidades” en espacios acotados como la corte o el circo. Al situarse en una orilla de difícil asimilación, lo femenino piloso pone en entredicho las categorías culturales con que se construye la identidad personal y la división de los géneros, y deja en evidencia algunos de los prejuicios y deseos soterrados sobre nuestra condición mamífera.

El volumen reconstruye una historia de maravilla y repulsión, perplejidad y magnetismo, a partir de tres líneas bien diferenciadas: la mujer barbuda propiamente, casos como el de Lady Olga Roderick, de la película Freaks (Todd Browning, 1932), que por más orgullosas que estuvieran de sus mentones hirsutos hubieron de contentarse con vivir de la explotación de su diferencia; la mujer hipertricosa, víctima del síndrome de Ambras, cuyo cuerpo está casi por completo cubierto de algo que ya no califica de vello y que, como la mexicana Julia Pastrana, además de atracción de feria fue objeto de morbo científico, presentada como la prueba viviente del eslabón perdido; y, por último, la mujer bestial, que pertenece más bien al terreno del mito o la ficción, apartado en el que Pedraza explora las fantasías milenarias pero también recientísimas sobre la mujer felina o loba, vinculada a la naturaleza salvaje del ser humano y a la liberación de lo reprimido, con un claro énfasis en lo sexual. Estas tres líneas desembocan cada una a su manera en el problema que representa la reubicación —tanto conceptual como física— de la mujer que se aparta de la norma (y que por consiguiente es apartada), así como en el más general de la cosificación de lo femenino y de su degradación en la escala jerárquica de los seres.

A pesar de su formidable investigación y de la habilidad para entretejer historias e imágenes de muchas épocas —desde la mitología clásica hasta la cinematografía de culto—, una de las debilidades del libro está en su carácter de mero recorrido. Los casos en él documentados están dispuestos en una sucesión un tanto engañosa, que parecen ir construyendo un argumento pero que al final únicamente muestran. Aunque ya desde el epígrafe queda claro que uno de los temas de fondo será el erotismo de lo híbrido y lo distinto, la autora no da un paso más allá en la elucidación del origen y alcances de este fenómeno. ¿Por qué lo monstruoso tiende a ser excluido pero también exhibido y deseado? ¿Por qué unas barbas perfumadas despiertan tantas pasiones cuando anticipan un escote? ¿Y cómo entonces sigue en aumento el furor de la depilación?

Si bien Pedraza abreva en la teoría queer de Judith Buttler y en las reflexiones sobre el salvaje artificial de Roger Bartra (con quien por cierto organizó una exposición en Barcelona, El salvaje europeo, que dio origen al presente libro), parecería que, justamente como si se tratara de la visita a un museo, estuviéramos frente a un elenco de viejos retratos y fotogramas, algo así como los ejemplos de un discurso ausente o sobreentendido, la bien escogida colección de curiosidades ensartadas en un cabello. Tal vez este refrenamiento reflexivo se deba a que, como ella misma escribe al final del trayecto, las mujeres que desfilan por sus páginas “nunca sirvieron de modelo social y se resisten a construir objeto de teorías”, con lo cual todo el peso del libro lo confía a las imágenes y estampas narrativas que despliega, a las relaciones que se establecen entre sí.

Si el proyecto se entiende de esta manera, como una suerte de álbum comentado con inteligencia y fino poder de observación, resulta entonces de lo más disfrutable. Y aunque se podrían echar en falta algunas paradas importantes en esta posible historia de la pelambre femenina (como las barbas que rodeaban la boca de Medusa, el monstruo por excelencia de la fascinación y la mirada fija, o como las representaciones de una Eva barbuda en las iglesias románicas), lo que es de lamentarse es la baja calidad de muchas de las imágenes publicadas, que están borrosas o exhiben toscamente sus pixeles pese a su formato reducido, de allí que más que en los corredores de rarezas del castillo de Ambras, uno sienta estar de pronto en la parte trasera de una barraca de feria, a imitación de Coney Island.