MADRID, 10 mayo 2010 (ABC).- Ni en su expresión ni en su atuendo hay nada que denote que nos encontramos ante el «Niño salvaje de Sierra Morena». Pero la historia de este hombre que escucha atento las palabras de Gerardo Olivares, cineasta y aventurero, es sencillamente asombrosa. Marcos Rodríguez Pantoja transcurrió doce años de su vida aislado y solo en algún paraje perdido entre Fuencaliente y Cardeña.
Sólo sabe que en una fecha imprecisa cercana a 1953, sus padres lo entregaron a un viejo pastor de la montaña. Apenas contaba con siete años de edad. Con el cabrero vivió algunos meses en condiciones de extrema rudeza. Hasta que el pastor desapareció y Marcos sobrevivió en absoluta soledad acogido por una manada de lobos. Doce años después, un guarda forestal divisó a un extraño ser, medio animal medio persona, con el cabello por la cintura y cubierto con pieles de venado.
Uno de ellos
En el bar de la plaza de Cardeña, sus palabras suenan a materia de fábula. Tras guardar pacientemente silencio durante unos minutos, empieza a articular su relato. «Me sentía un personaje en la sierra. Todos los bichos me acogían como si fuera uno más. Era como uno de ellos». Su infancia había sido singularmente áspera. Como la de cientos de niños de la España rural de posguerra. Su padre, carbonero, había enviudado y su madrastra lo obligaba a robar bellotas y a cuidar cerdos a cambio de cuatro pesetas. Fue sistemáticamente maltratado, según recuerda con dolor. Por eso, quizás, no se extrañó de que fuera entregado a un anciano pastor ni intentó volver al pueblo cuando aquél se esfumó sin dejar rastro. «Lo había pasado muy mal y preferí quedarme allí. Me pegaba todo el mundo. Mi madrastra también. Así que me refugié en la naturaleza».
Con el pastor intercambiaba muy pocas palabras. Tan sólo se limitaba a ayudarlo en el cuidado de las cabras y a compartir con él la inmensa soledad de la montaña. «El viejo era más salvaje que yo. Cazaba un conejo, lo desollaba, lo partía en dos y me daba un trozo de carne. Cruda, por supuesto». Un día el pastor desapareció. Aún no sabe por qué. Pero se evaporó. Se quedó entonces solo ante la crudeza de la sierra. Y tuvo que adaptarse. «Al principio dormía en un viejo caserón, que arreglé con palos y ramas. Pero luego encontré una bocamina y allí me refugié. Cazaba carne y la compartía con los lobitos. Me acogieron como si fuera de su familia. Para cazar, me escondía junto al río y cuando bajaban los ciervos, me montaba encima de ellos, les daba un golpe con un palo y llamaba a los lobos. Aullaba y venían cuando lo necesitaba. Luego, le quitaba la piel, le sacaba las tripas, y me la ponía encima para abrigarme. Las moscas y las avispas venían detrás mía».
La suya es una historia insólita, que ya fue objeto de un estudio antropológico en 1975 por Gabriel Janer Manila, profesor de la Universidad de Palma de Mallorca, que analizó minuciosamente su caso en un trabajo titulado «La problemática educativa de los niños selváticos». Janer se entrevistó con Marcos Rodríguez Pantoja a lo largo de varios meses, cuya historia analizó en un trabajo de un centenar de páginas.
Fue precisamente este antropólogo quien puso sobre la pista de Marcos al cineasta Gerardo Olivares, que estas semanas ultima el rodaje de Entre lobos.
Pantoja escucha atento las explicaciones de Olivares. Y prosigue con su relato. «Cuando me localizó la Guardia Civil me dejaron con unos pastores, que llevaban sus cabras por el camino de la carne. Llegamos a Lopera (Jaén) y allí me acogió un cura». El sacerdote decidió entregarlo a unas monjas en Madrid, quienes se hicieron cargo de él y le aplicaron un artilugio fabricado con dos tablas para corregirle la desviación de columna que presentaba después de tantos años caminando encorvado. «Ahora ya voy comprendiendo las cosas», dice, «pero al principio era criminal. Era imposible aguantar tanto ruido, tanto jaleo. Yo era como un bicho que sueltan en medio de una ciudad. Al principio tuve muchos problemas. Si tenía hambre me metía en un bar para comer. Pero no sabía que para comer había que pagar y tuve un montón de conflictos».
Poco tiempo después tuvo que presentarse en el Ejército para hacer el servicio militar. Su adaptación se hizo insostenible. Y el coronel acabó entendiendo que un cuartel no era el lugar idóneo para un individuo extravagante como aquel. «Lo pasé muy mal. Tenía que pegar tiros y me asustaba. Hasta que el coronel me dijo un día: “Mejor que te marches con tus monjitas antes de que me mates a mí”». Un día apareció un individuo por el convento y lo invitó a irse a Mallorca. «“¿Eso qué es?”, le pregunté. “Una isla”, me dijo. Y me fui a Mallorca. Pero nada más llegar me robó el dinero y me dejó tirado. Entonces, me dieron trabajo en la pensión y lo primero que hice fue limpiar calamares. Empecé a apretarle los ojos a los bichos y se llenó toda la cocina de tinta. Lié la de San Quintín».
Marcos Rodríguez Pantoja tiene hoy 64 años y una azarosa vida tras de sí que lo ha llevado por innumerables destinos en busca de trabajo. Desde hace varios años, vive en un poblado cercano a Orense, donde fue contratado como casero de un cortijo. «Allí estoy muy bien. He encontrado a mi familia en Galicia. Todo el mundo me quiere».
—¿Ha tenido la tentación de volver al campo?
—Sí. Muchas veces.
—¿Y por qué no ha vuelto?
—Lo primero porque ya no sabría volver. Y lo segundo porque esta vida te atrapa como una droga. He conocido muchas cosas que no conocía.
—¿No echa de menos a los lobos?
—Sí. Pero allí, en Galicia, tengo a mis pajarillos.
Un dulce sol de primavera acaricia la plaza de Cardeña. Marcos viste camisa y pantalones de cazador para completar las escenas finales del filme que rescata su increíble biografía. En dos días, regresa a Orense y abandona, quizás para siempre, la serranía que le dio refugio hace más de 45 años entre alcornoques y lobos.
lunes, 10 de mayo de 2010
La insólita historia del niño lobo
11:30:00 a.m.
España