domingo, 21 de octubre de 2012

El último emperador


MADRID, 20 octubre 2012, (BEATRIZ VELARDIEZ /EFE / El País).- No todos los días tienes un amigo entre los implicados en una redada gigante. No todos los días te das cuenta de que es fácil sostener por años una monumental red de blanqueo. Solo cuando es descubierta, ese día te das cuenta de lo fácil que resulta esconder más de seis millones de euros en efectivo, dispuestos en billetes de 50 y, en un surtido multicolor, de 100, 200 y 500. Aparte de esa cantidad contante y sonante, armas, diamantes y esclavas. Vamos que el mal en todas sus dimensiones camina a nuestro lado y creemos que se trata de un cuento chino.


Aunque no forme parte del núcleo central, apena ver a Nacho Vidal implicado en la Operación Emperador, porque hemos compartido alegrías con él desde que presentamos un libro sobre su vida, donde, por cierto, explicaba cómo el porno le había salvado de la delincuencia juvenil. Tampoco consuela recordarle en la presentación de su perfume, de nombre 25 y cuyo envase es un molde de vidrio de su famoso miembro. No había mucha gente esa noche de diciembre, salvo Rossy de Palma y yo, acompañando al actor para bautizar “un esfuerzo de muchos años, un perfume que me identifique”, como nos dijo Vidal, pletórico y encantado de enseñar cómo aplicarnos la fragancia. El envase descansa ahora, prácticamente virgen, en el salón de casa. Muchos lo asumen con humor como una obvia escultura fálica. Hoy esos recuerdos se agolpan junto al montón de malos chistes que se hacen sobre su implicación en la trama, su filmografía y sus medidas físicas. Pero lo que de verdad asombra de esta trama no es su tamaño, sino todo el tiempo que permaneció activa e impune. Quizá porque estaba protegida, no solo por sus ahora conocidos implicados, sino por nuestra propia cultura del dinero. Cuando vemos dinero moverse, es sexi, no queremos preguntar ni de dónde viene ni adónde va. Ni mucho menos a quién afecta, hiere o destruye en su vaivén.

En un libro sobre su vida, Vidal explicaba cómo el porno le había salvado de la delincuencia juvenil
En un lugar tan siniestro y anónimo como ese polígono industrial donde antes no entraba la ley, de un día para otro aparecen inspectores heroicos que descubren al galerista y hombre de mundo, el señor Gao Ping, como un nuevo arquetipo de malo para futuros filmes de Bond y de Torrente: el oriental apuesto y más alto de la media, superados los 40, que extorsiona y acuña montañas de dinero en su domicilio de estilo Tudor en Pozuelo. Gao Ping dijo en una ocasión que “el arte contemporáneo es como la cerveza, le gusta a todo el mundo”. Y es irónico, o quizá signo de nuestro tiempo, que su estructura de mecenazgo y exhibición del arte español en China y del chino en España se fundamente en una red de blanqueo de dinero que se nutría de cutres prendas de bisutería, bolsos, cajas con decoración navideña y todo ese enjambre de cosas inútiles y baratas propias de los bazares chinos. Tan inútiles y llamativas como sus versiones caras. Con su estafa, Ping hizo real la relación entre lo bajo y lo sublime, jugó al pimpón entre falsificación y lo que se asume como “arte bueno”. Hasta una institución como el IVAM fue su cliente. Observándole en las imágenes que repiten los telediarios, Gao Ping parece el yerno ideal para toda familia con vocación multirracial. En realidad es uno de los primeros malvados pillados en esta era de la impunidad, un hombre con la fachada impecable y el trastero forrado de cajas fuertes repletas de billetes morados y fiebre amarilla como el oro.